“Yo
le rogaba a Dios que me convirtiera en un zorro”
Tengo 38 años, pero no los cuento. Nací y vivo junto a los bosques de Louviers, en Normandía, en pareja y sin hijos. Vivimos en un sistema político vertical, donde hay mucha jerarquía y competencia. Yo vivo en un modelo diferente: horizontal , donde todas las personas y seres son interdependientes. No tengo creencias
Sentir
De niño se escapaba de noche por la ventana para adentrarse en el bosque, donde se sentía libre y autónomo y más acompañado que entre humanos. A los 19 años decidió quedarse a vivir en el bosque como un animal más y acabó siendo aceptado por los corzos. “Esa confianza absoluta que me concedieron me conmovió profundamente”. Ellos le enseñaron a sobrevivir: a dormir en los inviernos helados sin una manta ni un refugio, a comer, a almacenar comida en pequeños agujeros que excavan en el suelo y a comunicarse. Por su parte supo hacerse entender y enseñarles con sus ladridos y actitud a detectar el peligro de los cazadores y cómo esconderse. Vivencias increíbles que cuenta en El hombre corzo (Capitán Swing). “Solo en el bosque, junto a los corzos, no pienso nada, no pongo palabras a cuanto veo; respiro o escucho. Siento”.
Siete años viviendo en el bosque.
Sin un refugio, una tienda de campaña o un saco de dormir.
¿Por qué?
Cuando era niño tenía dificultades para relacionarme y el bosque era mi refugio. Me escapaba de noche por la ventana, deslizándome por el haya de los mirlos para adentrarme en la penumbra de los grandes árboles y el hervidero de animales. Yo le rogaba a Dios que me convirtiera en un zorro.
Lo entiendo.
Ellos son libres, no necesitan a nadie. Al final, yo también me volví salvaje: a los 19 años decidí instalarme en el bosque con mi cámara de fotos para siempre, porque una sola regla merece mi respeto: la de la naturaleza.
¿Nada que temer?
El peligro nunca procede del bosque, como bien saben los animales.
Pero usted era un extraño.
Si los respetas, puedes ganarte su confianza. Vivir el presente, como ellos, me devuelve el lugar que ocupo en el orden de las cosas. Los animales me enseñan que cuanto más pienso más me atrapa la sensación de peligro.
¿Tuvo que aprender a sobrevivir?
Sí, a organizarme y a alimentarme, descubrir cuáles eran las plantas, frutos y raíces que aportan más minerales y vitaminas.
¿Y cómo lo supo?
Los corzos me enseñaron. Conocí a uno, una criatura enigmática; me sorprendió su curiosidad, me observaba, y se acostumbró a mi presencia. Caminaba dando brincos, se detenía, se volvía y me esperaba. Le llamé Daguet, y él me enseñó a vivir en el bosque.
Cuénteme.
Las noches son duras: los jabalíes gruñen, las lechuzas chirrían, los zorros aúllan. Todos corren y gritan. Y el frío me lleva a la hipotermia. Los corzos descansan en periodos cortos de dos horas, de día y de noche, y cuando se despiertan comen todo lo que pueden.
Copió su modelo de vida.
Sí, y comí lo que ellos comían, así conseguí más fuerza. El metabolismo, los reflejos y la mente cambian, pero con tiempo. Cuando se convive con animales salvajes, es necesario establecer una asociación, una alianza.
¿Y cuál fue esa alianza?
Me encargué de que los corzos entendieran
que yo no era un rival, y ellos vieron que cuando estaban conmigo el resto de
los
animales los molestaban menos.
¿Una relación de amistad?
Sí, tenía contacto con 43 amigos corzos y una relación muy estrecha con 12: venían a buscarme, a jugar conmigo, me lamían. Era una relación como con una mascota.
Curioso.
Creo que les divertía que yo estuviera allí con ellos, así que decidieron compartir conmigo su olor y marcar también mi territorio. Los corzos son muy sensibles a nuestras emociones y, sobre todo, al olor que estas exhalan.
Huelen nuestro estrés y agresividad.
Sí, como ellos, desprendemos entonces un olor ácido. La alegría y la tranquilidad exhalan aromas dulces. Esa confianza absoluta que me concedieron me conmovió y cambié.
Hábleme de esa transformación.
Descubrí el equilibrio interior y cambió mi concepción del mundo. Para los corzos la muerte forma parte del reto de vivir, y compartirlo me permitió descubrir un sentido profundo de la ecología. Todo el mundo quiere poder adquisitivo para consumir, pero consumir para qué, ¿para ser feliz?... Probablemente seríamos más felices con menos cosas y de otra manera.
Ya.
No tiene sentido que nos lleguen alimentos del otro extremo del planeta o que los fines de semana cojamos el coche y hagamos cola para ir a la naturaleza. Vivamos cerca de ella, consumamos y cultivemos lo propio.
¿Por qué ha vuelto a la civilización?
La explotación maderera llegó, devastó el territorio y los animales con los que vivía se marcharon.
¿Se siente más solo entre los humanos que entre los corzos?
Sí, pero en el pueblecito en el que vivo todo el mundo está solo. El aislamiento es algo que avanza rápido. Como humanos hemos perdido esos vínculos profundos que engrandecieron nuestra especie en un momento.
¿En el bosque nunca se sintió solo?
Jamás. Siéntate bajo un árbol y en algún momento aparecerá un animal y se acercará, pondrá su atención en ti y luego seguirá su camino, pero habrá un intercambio.
Decidió contarle al mundo la nobleza de sus amigos los corzos.
Conocí a una paseante que amaba a los animales y me abrí, le conté mi historia . “Deberías exponer tus fotografías para dar a conocer la vida de los corzos”, me dijo.
Y lo hizo, expuso sus maravillosas fotos.
Sí. Acudió mucha gente deseosa de ver tanto las fotografías como a ese tipo extraño. Me sorprendió descubrir que, por el olor de cada persona, podía reconocer la irritación, el temor o la desconfianza que exhalaban.
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